viernes, 13 de mayo de 2016

Anaxágoras y el meteorito de Egospótamos

Anaxágoras, el sabio de la ciudad jonia de Clazómenas que emigró a Atenas hacia la mitad del s. V a.C. y allí se vinculó estrechamente al círculo de Pericles, sostenía, para escándalo de muchos de sus contemporáneos, que los cuerpos celestes eran piedras incasdencentes que daban vueltas por el firmamento. Si se mantenían allí y no caían al suelo, era porque aún seguían siendo arrastrados por la violenta rotación celeste que dio origen al cosmos. En ese instante primigenio, todas las semillas de las cosas fueron impulsadas, separadas y cribadas unas de otras por la Inteligencia (Νοῦς = Nous), de tal modo que los cuerpos pesados se aglutinaron en el centro, los más ligeros en la periferia del cosmos, mientras que el aire planeaba en el espacio intermedio.  


Con buenas razones, Anaxágoras había argumentado que, como resultado de algún tipo de choque o sacudida, no era imposible que esas rocas, o fragmentos sueltos de ellas, se precipitaran desde el cielo. Es fácil imaginar cuál fue el asombro de los habitantes del Quersoneso tracio cuando un fenómeno de este tipo se produjo el año 467 a.C. cerca del río Egospótamos. Los detalles de este acontecimiento han sido narrados con maestría por Plutarco en el capítulo 12 de su Vida de Lisandro. A partir de ellos se puede inferir el cuadro general de que una enorme roca, procedente de un meteoroide (o quizá de un pequeño asteroide que había estado brillando en el cielo durante bastantes noches seguidas), se precipitó sobre el río Egospótamos.  


Es prácticamente imposible predecir el lugar y la fecha exacta de la caída de un meteorito, así que no podemos dar crédito a las noticias que atribuyen a Anaxágoras el anuncio milagroso de que en Egospótamos caería una roca del cielo. Una cosa es la predicción hipotética de que, si se cumplen ciertas condiciones, se seguirá la caída de bólidos celestes, y otra muy distinta determinar con exactitud el lugar y el día exacto de un accidente de esta naturaleza. 


Así pues, los detalles novelescos de este episodio, contados por la mayoría de nuestras fuentes de época helenística y romana, deben tomarse como un ejemplo exagerado de la tendencia a atribuir descubrimientos extraordinarios a los antiguos sabios, aquellos pioneros que iniciaron y desarrollaron en Grecia un nuevo tipo de investigación sistemática sobre la naturaleza y que, entre otros asuntos, se ocupaban de estudiar los cuerpos celestes y sus movimientos. 

Otro ejemplo clásico, hasta el punto de constituir un género en sí mismo, de esa misma propensión a venerar hallazgos fuera de lo común en el terreno de la astronomía es el de la predicción de eclipses. Ya en el siglo IV a.C., durante el primero de los viajes de Platón a Sicilia, Helicón de Cízico, uno de sus discípulos, predijo un eclipse de sol, y el tirano Dionisio quedó tan maravillado que le regaló un talento de plata (Plutarco, Vida de Dión, 19.6). Pese a que en esta época los griegos instruidos ya conocían la causa real de los eclipses de sol, gracias precisamente a Anaxágoras, tales predicciones seguían envolviendo en un aura de leyenda a quienes hacían diana para asombro de la gente. 

¿Cómo afectaría, pues, a la reputación de un sabio la hazaña, tan improbable como afortunada, de predecir la fecha exacta de un eclipse de sol dos siglos antes de Helicón, cuando en Grecia nadie conocía aún con exactitud el mecanismo celeste de estos fenómenos? Pues bien, según nos cuenta Heródoto (Historia I 74), este fue sin duda el principal título de gloria de Tales de Mileto. Pero de qué manera, o con qué método, pudo Tales haber acertado de pleno al anunciar a los jonios que el sol quedaría velado por un manto de oscuridad el 28 de mayo de 585 a.C. merece un capítulo aparte. 

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