lunes, 11 de abril de 2016

¿Qué hacían los presocráticos, filosofía o ciencia, o ni lo uno ni lo otro?

El modo en que evaluemos la aportación de los presocráticos a la filosofía depende de la recepción de su pensamiento tanto entre sus contemporáneos como en Platón y Aristóteles y la tradición filosófica posterior. Y no cabe duda de que el impacto de estos pensadores en la historia de la filosofía ha sido enorme. Así que los historiadores de la filosofía, e incluso filósofos de la talla de Heidegger, tienen todo el derecho a apropiarse de ese pensamiento y a reinterpretarlo según las claves que en cada momento condicionan el tipo de diálogo que se establece entre el presente y el pasado. 

Pero lo cierto es que ninguno de los presocráticos, ni los del siglo VI ni los del siglo V a.C., conoció la palabra 'filosofía', que es una invención de Platón, y a buen seguro no fueron conscientes de estar haciendo filosofía. De esto nos ha hablado elocuentemente Livio Rosetti en su reciente libro: La filosofía non nace con Talete e nemmeno con Socrate (Bologna, 2015). 




Ahora bien, no es menos cierto que la búsqueda del principio (ἀρχή) en los jonios (los sabios de Mileto y Heráclito de Éfeso) estaba presidida por una ambición intelectual de nuevo cuño, que consistía en reducir la pluralidad cambiante que perciben nuestros sentidos a una unidad oculta pero real, de la que se originaba una serie de cambios naturales a lo largo de la historia del universo: esa unidad fue, sucesivamente, nombrada como 'agua' (Tales), 'naturaleza infinita' e indiferenciada (Anaximandro) y 'aire' (Anaxímenes). Este objetivo de la reducción, digamos, ontogenética del cosmos es una actitud que los jonios comparten con una de las principales tareas de la actividad científica, tal como la concebimos hoy. 

Por supuesto, la diferencia principal entre la reducción operada por los jonios y la que lleva a cabo la ciencia moderna es el control de las hipótesis: no es lo mismo el control experimental sistemático de la ciencia moderna desde Galileo que el mero control propiciado por la argumentación racional, que puede conducir simultáneamente a muchas hipótesis reduccionistas, incluso encontradas, sin que sea posible avanzar mucho más allá. 

Así que, paradójicamente, es la actitud más cercana a la de la ciencia, la actitud reduccionista, la que en los jonios se convierte, por primera vez en el pensamiento occidental, en una producción de hipótesis especulativas, pero racionalmente argumentadas, acerca del origen y evolución del universo, dando comienzo, según Aristóteles, a la historia de la filosofía, pero también a los primeros discursos científicos más o menos elaborados. 

Sin embargo, este novedoso proyecto intelectual no fue concebido y denominado por sus contemporáneos ni con el nombre de filosofía ni con el de ciencia, sino con otro nombre mucho más modesto: el de "investigación sobre la naturaleza" (περὶ φύσεως ἱστορία). Solo más tarde Aristóteles subsumió este tipo de investigaciones en el quehacer filosófico, con el nombre de "doctrina natural" (φυσιολογία = physiología). Por eso, si hay que poner una etiqueta a lo que hacían los primeros ‘filósofos' jonios, ya nos la dieron ellos mismos: eran investigadores (hístores = ἵστορες, Heráclito, fr. Β 35 DK) de la naturaleza (perí physeos = περὶ φύσεως), en el mismo sentido en que Hecateo de Mileto y Heródoto de Halicarnaso practicaban la investigación racional de los hechos del pasado (historίa = ἱστορία, de donde procede la palabra 'historia'), tratando de ser ellos mismos testigos directos o de poner en juego los testimonios más fiables. 

La περὶ φύσεως ἱστορία también incluía todo el conjunto admirable de actividades ‘protocientíficas' o ‘prototecnológicas’ que, unificadas por la ambición geométrica de la medida, constituyen el núcleo principal del servicio prestado por esos maestros de sabiduría a sus contemporáneos. Todos estos logros, al beneficiar a sus ciudades-estado de manera muy especial, hay que entenderlos como una especie de “servicio a la comunidad” (demiourgía), al estilo del que prestaban los σοφοί (sophoí = "sabios") en sus respectivas poleis cuando legislaban para sus conciudadanos, como hizo Solón en Atenas, o al modo de las competiciones poéticas o teatrales, consideradas como las auténticas escuelas de los griegos. 

Los primeros sabios jonios, pues, no se dedicaron profesionalmente a la filosofía ni a la ciencia, sino que, como ciudadanos de ciertos recursos, gozaron de suficiente tiempo libre para investigar y pensar, así como para publicar el resultado de sus investigaciones en los primeros tratados en prosa de la literatura griega, que, según nuestras fuentes, compusieron Anaximandro y Anaxímenes. 

Es justo reconocer en este terreno las enormes deudas que contrajeron los sabios jonios con las culturas orientales que los precedieron: Tales no hubiera predicho el eclipse del 28 de mayo de 585 a.C. sin el conocimiento acumulado por los babilonios sobre los periodos de los eclipses, ni hubiera calculado la altura de las pirámides sin la geometría que probablemente aprendió en sus viajes (el teorema de Pitágoras ya lo tenemos, por ejemplo, en tablillas cuneiformes babilonias). 

Aunque deudores de los babilonios y de los egipcios, los griegos se exigieron a sí mismos la obligación de demostrar los teoremas geométricos, y en esto dieron un paso decisivo hacia una actitud científica rigurosa. Anaximandro, por su parte, edificó un modelo de universo en el que por primera vez se mostraba que los cuerpos celestes no estaban todos a la misma distancia y que estos, igual que trazan órbitas por encima de la tierra, también lo hacen por debajo, mientras la tierra permanece en el centro del mundo, inmóvil y estacionaria.
  
Todas estas aportaciones son solo unos pocos ejemplos de los muchos desafíos y problemas que afrontaron los jonios en sus investigaciones naturales, de las cuales iremos dando cuenta en sucesivas entradas. Lo que debemos tener presente, por el momento, es que tales actividades no forman parte exclusivamente ni del terreno de la filosofía, ni de la ciencia. El título de "investigación natural" (περὶ φύσεως ἱστορία), acuñado por los propios jonios de la segunda mitad del siglo VI a.C., hace justicia tanto a la dimensión de ese trabajo intelectual que luego se consideró ‘filosofía', como a la que más tarde constituyó la tarea específica de la ciencia.

¿Por qué es muerte, y solo muerte, cuanto vemos mientras estamos despiertos?

Heráclito, F 21
Muerte es cuanto vemos despiertos; cuanto vemos durmiendo, sueño.

Aun estando despiertos, vemos la muerte disociada de la vida, vemos cuanto sucede, cuanto hacemos y decimos (F 1) bajo el sesgo de la muerte, sin darnos cuenta de que la muerte de unas cosas es siempre la vida de otras: los hombres mueren la vida de los dioses, los dioses viven la muerte de los hombres (F 62); el alma vive a costa de la muerte del agua, muere cuando deviene agua (F 36, F 77); la muerte del fuego es la vida del aire, la muerte del aire es la vida del agua, la muerte del agua es la vida de la tierra o de nuevo la del aire y el fuego (F 76).

Esa mirada torpe, esa perspectiva truncada de la realidad, que nos hace ver solo la mitad de ella separada de su contrario, se asemeja a las visiones confusas de los sueños que tenemos cuando dormimos. Y ello ocurre en todos los hombres cuando se dejan guiar tan solo por el sentido de la vista.

Y es que, en ningún hombre –y Heráclito no sería una excepción, de ahí el uso de la primera persona del plural–, el sentido de la vista tiene la perspicacia de captar la unidad profunda de la realidad: la armonía invisible es más fuerte que la visible (F 54); los hombres se dejan engañar en el conocimiento de las cosas visibles, como le ocurrió a Homero (F 56). 

Para aferrar esa armonía invisible, es preciso ir más allá de la vista, hasta escuchar el Discurso (F 50) con el que nos habla la naturaleza desde su escondrijo (F 123); o tener inteligencia más allá de la acumulación de conocimientos (F 40); o hablar con inteligencia apoyándose en lo que es común a todos los hombres (F 179): precisamente, el Discurso que explica, tal como hace Heráclito, cómo es, según su naturaleza, cada una de las palabras y acciones de nuestra experiencia cotidiana (F1).

¿Resurrección de la carne o resistencia al Lógos (Discurso)?

Heráclito, F 63
Aun estando ahí delante, (contra él) se alzan y se erigen en guardianes de vivientes despiertos y de cadáveres.

Hipólito, el obispo romano que rescató este fragmento del libro de Heráclito en el s. III de nuestra era, vio en él la resurrección de la carne propiciada por Dios. No es el único: está bastante difundida la interpretación escatológica de este texto, aunque sea en los términos, ya no necesariamente cristianos, de una supervivencia póstuma del alma humana. 

Vigilar a los vivos y a los muertos, colaborando en el orden cósmico simbolizado por el Lógos-fuego, sería un privilegio al alcance de unos pocos: de aquellos 'héroes' que han hecho de su vida una lucha sin tregua y han sabido ver la lucha que hay en todas las cosas y la unidad profunda que tal 'agonía' precisamente garantiza. Las almas de aquellos que han sabido vivir con los ojos realmente abiertos y han escuchado el Lógos son también, tras levantarse de sus cuerpos sin vida, los guardianes y protectores tanto de quienes están en vela mientras viven como de quienes mueren.

Sin embargo, las palabras de Heráclito pueden interpretarse perfectamente sin recurrir a la esperanza de una vida ultraterrena del alma. El Lógos está ahí, delante de nosotros (F 72, F 17), por más que la mayoría de la gente ni siquiera se percate de ello (F 1). Como no lo reconocen, lo atacan sin piedad (F 97), se alzan contra él como si amenazara su confortable mundo de certezas heredadas (F 74). 

Quienes se revuelven contra el Lógos protegen a cuantos viven despiertos pero ajenos al Discurso: son guardianes de sí mismos y de cuantos piensan como ellos sin prestar oído a la unidad de los contrarios. Están despiertos pero les pasa desapercibido cuanto hacen despiertos, igual que olvidan cuanto hacen en sueños (F 1); están vivos pero en realidad es como si no vivieran, como si fueran meros cuerpos inertes: al nacer, obtienen lotes de muerte (F 20), porque viven de espaldas a la vida del cosmos, que es el Lógos-Fuego. Por eso, los sabios protectores de las verdades de la tribu, transmitidas de generación en generación, lo único que hacen es socorrer a quien ya no precisa ayuda, pues es cadáver.

Fuego siempre vivo y Lógos

Heráclito, F 30
Este orden del mundo, el mismo para todos, no lo ha hecho ninguno de los dioses ni de los hombres, sino que ha sido siempre, es y será fuego siempre vivo que en medidas se enciende y en medidas se apaga.

Yo en mis clases enseño una interpretación algo heterodoxa y minoritaria del pensamiento de Heráclito. El cosmos-fuego de B30 es eterno. En este sentido, hay una línea delgada pero inexorable que conduce de la cosmología de Heráclito a la aristotélica, que también postula la eternidad del mundo. No hay, pues, en la magnífica construcción filosófica de Heráclito ningún principio (arché) en el sentido milesio. Tal como yo lo veo, el fuego es la imagen metafórica del devenir mismo, pero no es el origen de donde todo surge y donde todo termina (el problema de si el mundo muere y renace periódicamente será tratado en otra entrada).

El lógos, a su vez, no es causa ni razón de nada: el lógos es el lenguaje del fuego, porque este no vive en una fluencia caótica, sino que se transforma según una ley que se puede descubrir y expresar en un discurso. El discurso paradójico de Heráclito, al apresar el lenguaje de la naturaleza, transparenta la unidad de los contrarios en virtud precisamente de su irreductible oposición. No se pueden jerarquizar el lógos y el fuego, son dos caras de la misma moneda: el fuego es el lógos viviente, eterno y en continua transformación (apagarse-encenderse); el lógos es la ley común de esa vida cósmica, del dinamismo del fuego. Ninguno de ellos es causa del otro. El malentendido de muchas interpretaciones de Heráclito viene de aplicar el concepto milesio de arché al cósmos-fuego del fragmento F 30.

Esperar lo inesperado

Heráclito, F 18
Si no espera lo inesperado, no lo encontrará, siendo como es inexplorable e inaccesible.

Esperar lo que no espera nadie nos depara sorpresas imprevisibles. No cejar en la búsqueda, no conformarse con los mitos de la tribu, buscar en el envés de las cosas: solo esa actitud de apertura y curiosidad abre posibilidades nuevas en nosotros y en las cosas. Lo que no esperábamos acude a nuestro encuentro: así es como ha avanzado la ciencia, así viene la inspiración del artista, así han descubierto los filósofos sus intuiciones. El camino de la verdad es inexplorable e inaccesible: una dura pendiente escarpada donde estamos siempre al borde del abismo. Solo lo pisamos cuando el suelo desaparece bajo nuestros pies: pero es entonces cuando conviene esperar y caminar en medio del vacío. Tarde o temprano, lo inesperado se dibujará en el horizonte.